Las políticas de rendición de cuentas y estándares: Resistencias y aspectos críticos, por Antonio Bolívar

Desconfiando del compromiso del profesorado por la mejora, las presiones para incrementar los resultados se están convirtiendo actualmente en la principal avenida para la reforma educativa. Cual “nueva ortodoxia” del cambio educativo en la última década, el movimiento de reforma basado en estándares deseables (Standards-Based Reform) se ha configurado como una forma de apremio para que los centros y el profesorado consigan los estándares fijados a nivel estatal por cada área y alumnos, debiendo rendir cuentas del nivel conseguido. En este marco de rendimiento de cuentas se pretende, además, que todos los agentes educativos tengan información clara y confianza en la calidad de los servicios educativos.

Los estándares establecen lo que se espera que los estudiantes aprendan o sean capaces de hacer, determinando los criterios e indicadores que evidencien los niveles de consecución (Ferrer, 2007). Como tales, expresan la misión de la escuela en un nivel de enseñanza, orientando al profesorado, alumnado, padres y administradores educativos. En la tradición europea, sin embargo, se prefiere hablar mejor de “competencias” como capacidad de los alumnos para movilizar recursos (saberes, capacidades y otros) para actuar eficientemente en un tipo de contexto, que se revela por una actividad compleja puesta en obra en un tipo de contexto particular con un cierto grado de maestría. El Parlamento Europeo y el Consejo europeo han establecido Recomendación sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente (18 de diciembre de 2006), que los diversos gobiernos están adaptando en sus respectivos currículos (Bolívar, 2008a). Así, el Ministerio Español ha establecido, siguiendo dicha Recomendación, el conjunto de “competencias básicas” de la educación obligatoria, que serán objeto de “evaluación diagnóstica” de las escuelas en 4º de Primaria y 2º de Secundaria.

Por su parte, los estándares profesionales de la práctica (Ingvarson y Kleinhenz, 2006) determinan lo que se valora de la enseñanza-aprendizaje y lo que los profesores eficaces deberían saber y ser capaces de hacer para que esas competencias las adquieran sus alumnos. Como estándares “profesionales” deben ser desarrollados consensuadamente por asociaciones o colectivos de la profesión y expertos, proporcionando un marco para el aprendizaje profesional de los profesores y una base para la responsabilidad profesional de forma que los profesores, bien porque se les solicite, o bien voluntariamente, proporcionen información sobre su práctica. Como tales, los estándares profesionales son tanto descripciones de lo que es valorado, como instrumentos de medida, tanto para acreditar programas de formación, como para el ingreso en la profesión y para la evaluación de la práctica docente. De hecho contar con unos estándares profesionales puede servir de contrapunto complementario a la evaluación por rendimiento externo (O’Day, 2002). Así sucede en otras profesiones, como la medicina, donde los estándares de buenas prácticas son internos a la propia medicina, aún cuando los clientes puedan juzgar externamente el servicio prestado.

Si las escuelas, como organizaciones, están “débilmente acopladas”, por lo que el trabajo de cada uno en su aula está débilmente ligado a la tarea conjunta; la reforma basada en estándares pretende atacar este punto: presionar desde fuera en formas que afecten a lo que cada uno enseña en su aula y conjuntamente en el centro, forzando a mejorar la práctica educativa. Los profesores deben, pues, esforzarse en el aula para conseguir las metas fijadas a nivel estatal en los alumnos, dando cuenta de ello a nivel de cada escuela. Cada una tiene autonomía para desarrollar el currículum, pero –mediante el rendimiento de cuentas del centro– deberá preocuparse por conseguir los estándares establecidos. Es el nuevo modo (re)centralizador de presionar políticamente, determinando lo que los estudiantes deben aprender y dominar, sujeto a evaluación externa.

Pero, tal y como están diseñados los centros escolares, dice Elmore (2003a), no están preparados para responder a las presiones de rendimiento por estándares y rendimiento de cuentas, por lo que –si no se actúa con otras medidas– puede poner en peligro el futuro de la educación pública. En efecto, para responder a dichas presiones, las escuelas deben comprometerse en un procesos sistemáticos de mejora continua de la práctica educativa, para poner el foco en los aprendizajes de los alumnos. Al entender que la unidad de evaluación es la escuela, se está presuponiendo que todos los individuos actúan de modo conjunto y que la publicación de rendimiento de cuentas motivará, en igual medida, a todo el colectivo. Pero las escuelas son, ahora mismo, colecciones de individuos.

Los supuestos del rendimiento de cuentas son, por desgracia, demasiado simples (O’Day, 2002), cuando no ingenuos: como consecuencia de los resultados (y publicidad) de las evaluaciones, los diferentes actores concernidos (por las sanciones o incentivos consiguientes) necesariamente se esforzarán por mejorar. En realidad, hay pocas evidencias de que el rendimiento de cuentas de escuelas y profesorado provoque, por sí mismo, una mejora de los resultados educativos. La publicación regular de informes del rendimiento de centros, no es un mecanismo que genere la mejora. Aquellos centros que se encuentran fracasados difícilmente van a encontrar un incentivo al ver reflejada su situación en los últimos lugares y, en los restantes, si no hay creados procesos de análisis y revisión, escasa incidencia van a tener las evaluaciones externas para su mejora.

Por la especial sensibilidad (y resistencia) que suscita la evaluación docente, se mezclan políticas e ideologías con perspectivas propiamente educativas y metodológicas (Afonso, 1998). Normalmente, no se cuestiona que debe haber una genuina responsabilidad basada en el compromiso moral por un trabajo bien hecho, sino una evaluación docente burocrática, con un control en función de la jerarquía, que observa desde fuera el proceso y evalúa los resultados, reforzado por incentivos o sanciones (promoción o incrementos de salario). Una evaluación docente profesional, por el contrario, se centra en el acceso a la profesión, donde el agente ha de demostrar que posee las competencias, conocimiento y valores requeridos; así como los procesos desarrollados en su trabajo (Darling-Hammond, 2001b).

Como dice Pedro Ravela (2006), se requiere pasar de una “lógica de enfrentamiento”, jerarquizada y normativizada, atribuyendo en exclusiva a los docentes la calidad de los aprendizajes logrados por sus alumnos, a una “lógica de colaboración”, más horizontal, en que la responsabilidad por los aprendizajes es asumida de modo colegiado por los distintos actores e instancias del sistema, buscando consensos –a partir de las evidencias mostradas en los resultados– con el fin de adoptar las correspondientes estrategias de mejora. La evaluación del profesorado debe inscribirse dentro de una estrategia de reconfiguración del servicio público de la educación, en orden a la mejora de dicho servicio.

Si bien cabe oponerse a todo tipo de evaluación que pretenda el “control” del desempeño docente, siendo lógicas las inquietudes cuando no resistencias del profesorado; dentro de la evaluación de políticas públicas, es preciso reconocer la necesidad de que el profesorado de los centros públicos responda del servicio educativo que ofrecen y de los resultados alcanzados. Si bien cabe justificar la legitimidad, e incluso necesidad, de una evaluación externa tanto de la práctica docente como de los centros escolares (y del sistema educativo), como obligación de dar cuenta de en qué grado funciona como servicio público, hay razonables dudas sobre cómo estos informes de evaluación puedan contribuir a una mejora del profesorado, contribuyendo a su desarrollo profesional, a menos que vayan acompañados de un conjunto de condiciones y procesos.

De hecho, como ya hemos apuntado, las políticas educativas están empleando el rendimiento de cuentas (accountability) dentro de una estrategia de quasi-mercado, donde se trata de presionar al profesorado para mejorar, cuando no de dar criterios a los clientes para elegir centros (otro modo de presión). Este es el sentido que suele tener hacer públicos los resultados, estableciendo una clasificación entre escuelas. En estos casos, aparte de no ser ética, distrae a los estudiantes del mejor aprendizaje y a los profesores de la mejor enseñanza, para concentrar a ambos en lo que piden en las pruebas.

Está sometido a discusión, igualmente, si los posibles complementos o incentivos económicos han de ser individuales, a aquellos docentes que muestran una eficacia en su clase, como ponen de manifiesto determinadas pruebas normalizadas realizadas a los alumnos; o –más bien– deba ser una gratificación colectiva al centro escolar, en tanto que grupo de docentes que se han esforzado por mejorar los resultados de sus alumnos. Los programas de atribución colectiva de recompensas suelen ser más eficaces que aquellos que se apoyan en un evaluación individualizada de resultados. Además, cuando conlleva incentivos económicos diferenciadores individualizados, además de los efectos motivadores que pueda tener, son conocidos también los efectos “perversos” o no queridos: pone en peligro la colaboración profesional en el interior de la escuela, promoviendo –a su vez– un individualismo.

Cuando existen otros incentivos motivadores no se requiere la evaluación invididualizada de los docentes ni sus incentivos económicos, como muestra ejemplarmente el caso de Finlandia en la evaluación PISA (uno de los países mejor situados y que, sin embargo, no cuenta con evaluación del desempeño docente). Sin embargo, resulta una paradoja que otros próximos y con buenos resultados, como Suecia, sí cuente con dicha evaluación.

Un rendimiento de cuentas genuino ocurre, pues, cuando hay formas establecidas para proveer una mejor educación, al tiempo que modos de intervención en aquellos casos en que no sucede. Los datos de evaluación de centros escolares son, sin duda, necesarios, en la medida que proporcionan información tanto de lo que están consiguiendo los alumnos y de cómo la escuela lo está sirviendo. Pero los datos son sólo parte de un proceso que debiera ser más global. Quedarse sólo en ellos no sería un rendimiento de cuentas recíproco. La política educativa de evaluación de escuelas no puede comenzar y acabar con los test. Al contrario, los resultados han de ser punto de partida para la toma de decisiones. Entre ellas, la primera, capacitar al profesorado y dotar de medios a la escuela, que le permitan mejorar y responder a los resultados demandados.

Un sistema de evaluación, pues, no sirve y –a la larga– resulta poco creíble si, recíprocamente, no proporciona los medios y apoyos oportunos para que puedan conseguir tales estándares. La mejora es un proceso que exige un apoyo sostenido en el tiempo. Por eso, un factor crítico del éxito es la adecuada combinación de serias exigencias externas con dispositivos que desarrollan la capacidad interna (Bolívar, 2003). El asunto, como siempre, dependerá de cómo se lleve a cabo dicho control y de los recursos dispuestos para la mejora. De ahí que se reclame una reforma “sistémica”, donde los diferentes elementos de la política educativa coordinada de modo coherente y todos los componentes críticos del sistema funcionen en concierto.

Fragmento tomado de: "Evaluación de la Práctica Docente. Una Revisión desde España", ver el articulo completo en REICE 2008 - Volumen 1, Número 2 http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html